IMPULSO/César Astudillo
Una de las mayores conquistas de la democracia se basa en la emisión del sufragio libre, que refleja la potente unión del principio de soberanía y de la libertad política para decidir a quiénes queremos como representantes populares.
El orden constitucional mexicano garantiza que llegado el momento culminante, ese que se produce cuando nos encontramos ante la soledad de la mampara el día de las elecciones, podamos votar en completa libertad por la opción política y las candidaturas de nuestra preferencia.
Eso no quiere decir que el camino para llegar a ese instante se encuentre libre de condicionamientos. Por el contrario, en esa ruta la ciudadanía se enfrenta a un conjunto de injerencias, debidas o indebidas, abiertas o veladas, que se proponen modelar sus preferencias.
Es notorio que durante las campañas se intensifican los mensajes para llamar la atención de los electores, dar a conocer las candidaturas, posicionar propuestas de campaña, realizar ejercicios de confrontación con las de otros partidos y debatir con los adversarios, en un contexto en el que es necesario dotar de mayor información a los votantes para que puedan perfilar su decisión. En esta lucha por ganar la preferencia electoral, los partidos y sus candidatos hacen uso de todas las posibilidades ofrecidas por la ley.
Sin embargo, las recientes elecciones presidenciales en EU y el Brexit en Inglaterra han desvelado una nueva manera, mucho más sofisticada y menos tangible, pero abiertamente ilegal, de incidir en las preferencias políticas, en lo que parece ser una estrategia geopolítica de la que México no parece estar exento.
Es así porque, hoy en día, buena parte de nuestra vida se lleva a cabo en el ciberespacio. Navegamos en distintas páginas, interactuamos en redes sociales, bajamos aplicaciones, realizamos compras y pagos, y enviamos y recibimos mensajes a través de múltiples plataformas. En esta vorágine, difícilmente advertimos que cada clic, cada interacción en la red va dejando un rastro, que desde hace años viene siendo registrada en una carpeta individual, en donde se almacena nuestra vida digital sin que nos hayamos enterado ni dado autorización.
Cambridge Analytica, mediante sofisticadas herramientas predictivas, se ha ocupado de analizar la información a la que ilegalmente ha tenido acceso, clasificando a las personas mediante parámetros como la edad, género, escolaridad, para generar un perfil individual en función de gustos, hábitos e intereses, los cuales han sido de gran relevancia para la publicidad comercial. El éxito de esa labor, inadvertida y sigilosa, pronto desembocó en el espacio electoral por su gran capacidad para predecir inclinaciones políticas, intereses públicos y preocupaciones sociales.
A partir de ello, se abocó a generar una representación de todo aquello que puede moldear la afinidad electoral de ciertos grupos, con base en lo que dicta el estilo de vida de cada persona, perfectamente identificada, con con la intención de saber el tipo de mensajes que hay que hacerles llegar y los medios que se pueden emplear para ello, bajo el convencimiento de que la psicología del comportamiento enseña que estamos abiertos a recibir lo que es compatible con nuestro sistema de creencias y a dejarnos persuadir por aquello que fortalece nuestras inclinaciones o consolida nuestras preferencias.
Teniendo en cuenta el avance de la tecnología, no debe asombrar que cuando abrimos nuestro correo o interactuamos en redes sociales, nos aparezca cierta propaganda electoral, o que los candidatos perfilen ciertos mensajes hacia segmentos de electores predeterminados. Eso significa que quienes están en el cuarto de máquinas por la que deambula la información en la red ya hicieron su trabajo, a partir de la ventaja de haberla obtenido y almacenado ilícitamente.
Acaso por ello, no es exagerado afirmar que el camino hacia la expresión de nuestra voluntad política el 1 de julio se encuentra minado de influencias para moldear nuestra preferencia política y que ni siquiera tenemos consciencia de ello. Ante este escenario, imposible de atajar por la proximidad de la elección, probablemente solo nos quede insistir en que ese recóndito espacio dispuesto para marcar nuestro sufragio se erigirá en una especie de isla, así sea pequeña, dentro del cúmulo de injerencias y condicionamientos, en donde podremos sentirnos absolutamente libres y votar en consecuencia.