IMPULSO/Santiago Nieto Castillo
Artículo
Hace unos días, el Senado de la República aprobó la minuta de Ley General de Comunicación Social. No hubo consenso ni el mínimo intento de atender las posiciones de la academia y la sociedad civil. Como escribió María Marván desde que la minuta fue aprobada en San Lázaro, cumple con el mandato de la Suprema Corte de aprobar una ley reglamentaria del párrafo octavo del artículo 134 constitucional en tiempo, pero no en forma. Otra vez estamos en presencia de una ley que pretende cubrir los excesos de la presente administración en lugar de enfrentar los problemas que dieron origen a la norma y que se remontan al hoy no tan lejano 2006.
La aprobación de la ley nos permite ver otro problema fundamental de la democracia mexicana: la corrupción y su impacto en la libertad de expresión. El modelo aprobado mantiene el ejercicio discrecional del gasto público y con ello lesiona de forma directa a la libertad de expresión. Utiliza la publicidad oficial para comprar porras a favor del Gobierno en medios de comunicación afines y, por el contrario, castiga a quienes ejercen su libertad de expresión con crítica. Este diseño convalida la práctica del Gobierno federal de pagar periódicos que nadie lee o conoce más allá de las síntesis políticas, o de comprar voces o plumas —conocidas o no— que repitan hasta el cansancio los estribillos gubernamentales. No importa que un medio tenga una altísima audiencia en el país, no se comprará publicidad oficial si no hay decisión desde “arriba”. Pero, eso sí, de eso se mantendrán económicamente medios enteros y vivirán como virreyes algunos opinadores.
Es obvio que la ley no abona a la consolidación de la democracia. Impide que se fortalezca la pluralidad de medios de comunicación, tampoco apunta a que se geste la necesaria pluralidad interna de cada medio, indispensables ambas para formar criterio en el marco de una sociedad democrática. Con esta ley, podremos volver a tener a otro Eduardo Sánchez que ejerza discrecionalmente 60 mil millones de pesos (casi diez veces el presupuesto público federal para los partidos políticos en 2018, por cierto) o que promueva actos de corrupción (por ejemplo, que las dependencias sean obligadas en múltiples casos a contratar la filmación de los promocionales de televisión sólo con las empresas que Comunicación Social de Presidencia valida). Como decía el profesor Klitgaard, monopolio más discrecionalidad, menos rendición de cuentas, es igual a corrupción. Sánchez es la comprobación de la tesis de Klitgaard.
Un segundo punto son los informes anuales de labores y sus mensajes en radio y televisión, que no se consideran de comunicación social, según prescribe el artículo 14 de la ley, ¿entonces qué son? ¿Por qué no se utilizan los tiempos oficiales y tiempos fiscales para esos promocionales? Sería más barato y más transparente, ya que hoy no queda claro cómo se pagan esos mensajes.
Otro punto, todo el formato se concentra en la Secretaría de Gobernación. Ni división de poderes ni autonomía constitucional plena en la planeación de la comunicación social, como si la transición democrática no hubiera ocurrido.
Un último tema, la ley señala que la difusión de las campañas que publiciten la venta de productos que generan algún ingreso para el Estado no podrán difundirse en los tiempos oficiales ¿Eso significa que Pemex debe pagarle a las televisoras por sus promocionales en lugar de usar tiempos oficiales?, ¿en serio no les bastó con lo que le hicieron a Pemex en la reforma energética para el beneficio de unas cuantas empresas vinculadas a la clase política? La historia de un sexenio, tan lejos de Morelos o de Cárdenas y tan cerca de Santa Anna.
No, no me gustó la ley aprobada, una democracia merece más, pero lo primero que requiere son demócratas en su Gobierno, algo que hoy brilla por su ausencia.