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John le Carré vuelve a la Guerra Fría con Georges Smiley

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No teníamos noticias suyas desde El peregrino secreto, libro de relatos publicado en 1990, el año de la reunificación alemana, pocos meses después de la caída del Muro de Berlín y de que concluyese la Guerra Fría en la que había destacado, con sus trajes mal ajustados y su aspecto de sapo, como uno de los principales guerreros.

Lo habían invitado a dar una conferencia en el centro de entrenamiento y formación de agentes que el servicio secreto posee en Sarratt, a unos 50 kilómetros al norte de Londres; para sorpresa de sus más íntimos, que jamás lo habían escuchado hablar en público, acostumbrados a su carácter retraído y a su inseguridad en el trato social, Smiley no sólo aceptó, sino que, enfundado en un smoking que no había lucido en años, habló durante horas para advertir a aquellos jóvenes destinados “a recoger la antorcha”, entre los que destacaban, por primera vez en la historia de la agencia, tres mujeres:

“El fin puede justificar los medios; de no darlo por supuesto, imagino que no estarían ustedes aquí. Pero hay que pagar un precio, y el precio resulta ser uno mismo. A su edad, es fácil vender el alma. Después, ya es más difícil”.

Por entonces, el único cargo de Smiley era el de presidente en un oscuro Comité de los Derechos de Pesca, tapadera que ocultaba un equipo de trabajo extraoficial compuesto por agentes del Centro de Moscú y del Circus de Londres, cuya finalidad era facilitar la cooperación entre ambos servicios en el mundo posterior a la Guerra Fría.

Curiosamente, no habían sido los ingleses, sino los rusos quienes habían insistido en que Smiley aceptara ese cargo, deseosos de conocer al hombre que los había derrotado, organizando la deserción de Karla, el mayor agente soviético de la Guerra Fría. Para ello, Smiley tuvo que sobrevivir a una triple traición, de la que salió, contra todo pronóstico, fortalecido y dirigiendo el servicio secreto británico.

Fue precisamente en la operación que destruyó a Karla cuando Smiley comenzó a labrar los cimientos de su leyenda en el mundo del espionaje.

Se encontraba ya plenamente retirado, instalado en un cottage sin teléfono cerca de Hartland Quay, al norte de las escolleras de Cornualles, (uno de los lugares favoritos, no sólo de Smiley, sino de John Le Carré), donde se formó y fue reclutado para la inteligencia británica a finales de los años 30 por su propio preceptor, Jebedee, en un despacho del colegio universitario donde se había especializado en lenguas modernas.

Sin embargo, algo nos hacía intuir que Smiley no podía estar totalmente desactivado. A pesar de su melancolía de amante despechado, de su querencia por la soledad y de la aversión que le provoca el esnobismo de los altos mandarines de la Administración, para este retoño desarraigado y desclasado de una familia sin lustre del sur de Inglaterra no hay otro lugar en el mundo que ese cuarto de las escobas de Whitehall que es el servicio secreto.

Inevitablemente, Smiley debía regresar a su cauce, así lo confirma ahora Viking House, la editorial de John Le Carré, en su próxima novela A legacy of spies.

Smiley regresa en una nueva aventura en la que tendrá que hacer frente a su pasado y al escrutinio al que lo someterá “una nueva generación de agentes sin memoria de la Guerra Fría y sin paciencia para sus justificaciones”.

¿Quiénes son estos agentes?, posiblemente los mismos que atendieron la última aparición pública de Smiley en la biblioteca de Sarratt, decorada con los retratos amarillentos de los agentes desaparecidos, los mismos a los que advirtió que no saldrían incólumes manipulando a sus semejantes y atropellando sus sentimientos, los mismos a los que recomendó reducir el tamaño del Estado construido para derrotar a un enemigo que ya no existía y que ahora amenazaba las libertades de sus ciudadanos. Fuente: Enrique Bocanegra/El País

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