IMPULSO/Christopher Domínguez Michael
El llamado de López Obrador a amnistiar a los narcos dista mucho de ser una ocurrencia más del eterno candidato. Más allá de que ser un guiño a los aún no cuantificados mexicanos que de grado o de fuerza, constituyen la base social del narcotráfico como servidores domésticos, abogados, médicos, contadores, etcétera, y a los miles de campesinos dedicados, por terror o por serles indispensable para abandonar la pobreza, a la siembra de estupefacientes, es una idea muy penetrante en la visión que muchos mexicanos tienen de la sociedad, sobre todo aquellos quienes se asumen en la izquierda.
Esta noción considera que nuestra sociedad es injusta, que somos gobernados por una élite expoliadora responsable sólo ante los organismos financieros internacionales y que por ello, no existe contrato social ni corresponsabilidad democrática capaz de obligarnos a cumplir con las leyes del Estado y sus políticas “neoliberales”. En consecuencia, el narcotráfico sería una justa reacción, aunque demencial y sin duda sanguinaria, a la miseria y a la desigualdad, una “contra violencia legítima” contra “la violencia estructural”, como la llamaron los teólogos de la liberación, de la sociedad capitalista contra las mayorías.
Desde esta perspectiva, el narcotraficante es una suerte de versión postmoderna de ese “bandido social”, tan estudiado por los marxistas en el siglo pasado en la justeza de sus fines y en el equívoco de sus medios, especie, además, de la cual se enamora el “lumpen proletariado”, al cual, la desigualdad le ha negado otras vías de ascenso social distintas al crimen cuyas hazañas, literalmente, canta.
Así, negociar con los narcos y eventualmente amnistiarlos —es decir, concederles el perdón— es reconocerlos víctimas, equivocadas en su encono, pero víctimas al n del estado de las cosas, siendo necesario, en esa lógica, reclasificar sus crímenes, trasladándolos de la punición legal al perdón social, pues el mismo candidato de la amnistía ha dicho que antes de ello consultaría a las víctimas, es decir, les pediría su anuencia para perdonar. Debería haber espacio para discutir esa visión de la sociedad, pero no lo hay.
En los tiempos, a la vez fugaces y decisivos, de una campaña electoral, sólo queda oponerse no sólo a la inviabilidad legal de la amnistía y a su asombrosa inmoralidad.
Además de equiparar a los narcos con las guerrillas latinoamericanas, dirigidas por ideólogos, que al amparo de la Guerra Fría acabaron por firmar la paz con sus gobiernos, la propuesta ignora que en El Salvador se pactaron, sin éxito, treguas con las bandas criminales y que buena parte del rechazo popular a la legalización de las FARC, en Colombia, se debe a su ‘lumpenización’ como socias del narcotráfico.
Por otro lado, el descabezamiento de los cárteles durante la guerras narcas del sexenio pasado y su multiplicación en cientos de bandas igualmente inclementes, tornan imposible saber a quienes les pediría perdón, en nombre de las víctimas, el futuro presidente.
Víctimas quienes, como ya lo declaró el poeta católico Javier Sicilia, pueden perdonar, pero no olvidar y, antes de otorgarle al Estado esa potestad, esperarían de los criminales, primero, la asunción en rigor de la culpa y, después, aceptar la penitencia.
Un presidente que perdona los crímenes más abominables contra la persona puede perdonárselo todo. Como pretendido creador de derecho, es un dictador que olvida que el narcotráfico no es hijo de la miseria sino de la codicia y sus millonarios ingresos, la forma más salvaje y descarnada de capitalismo, lo contrario a la urgente redistribución del ingreso que México necesita.
Pero pensar que el crimen organizado es un daño colateral provocado por la desigualdad es una superstición muy extendida, la misma que torna indiferentes, para cierta ciudadanía, el asesinato y la tortura de los policías y los militares capturados por los narcos. Si estos mexicanos fueron enviados por el poder civil, como se dice, a librar una guerra injusta, ¿no merecerían por ello un doble homenaje de la sociedad?
El principal problema de México son los criminales, por más vulnerables que sean quienes los combaten y es la violencia del narcotráfico, no la persecución política de la disidencia, lo que más preocupa al electorado. Si la Ley de Seguridad Interior es total o parcialmente inconstitucional, la Suprema Corte de Justicia la rechazará.