IMPULSO/ Gabriel Guerra Castellanos
Si un extraterrestre, o alguien que llegara del futuro, viera todo el revuelo y alharaca alrededor del cambio en el calendario, seguramente pensaría que, como los antiguos aztecas, nuestro ciclo de vida giraría todo en torno a un periodo específico de tiempo, ya no los 52 años sino ahora sólo uno, de 365 días.
Los buenos propósitos, los deseos, los mensajes de paz y fraternidad, que nos inundan, podrían interpretarse como una especie de renovación, de limpieza espiritual, moral. Muchos que no se atienen al calendario gregoriano también observan la fecha, como si no hacerlo fuera de mala suerte.
Muchos no creyentes, que siguen el calendario por practicidad y no por fe, también se suman al festejo, que tiene, hay que reconocerlo, sus elementos paganos: las doce uvas, la ropa interior de ciertos colores, la manía de barrer (cuando todo mundo sabe que las escobas son cosa de brujas), las bebidas embriagantes, los platillos ricos en grasa y carbohidratos, todo muy alejado de lo que se supone implica esta calendarizada renovación.
Y del libertinaje de magnitudes satánicas ya ni hablemos: sea tan amable el lector de checar cuántas de sus amistades son nacidas entre mediados de septiembre y principios de octubre si quiere saber cuál es al parecer la mejor manera de despedir el “año viejo”.
Así pues, nuestro mítico visitante, ya de por si horrorizado (o fascinado, todo depende) tendría que preguntarse varias cosas. La primera y más obvia sería acerca de la salud mental de los terrícolas en el Siglo XXI.
La segunda, sobre la enorme resiliencia del cuerpo y la mente humanas, capaces de tolerar niveles inimaginables de alcohol, grasa, azúcar y de miel, está en la forma de la cursilería que invade a buena parte del planeta.
Desde los automóviles (o perros y gatos) adornados con cuernos de reno hasta los videos que circulan en masa por WhatsApp, pasando por los mensajes de amor y fraternidad, o de inspiración, todavía peores, que la gente copia y pega en sus muros cual plagiarios irredentos, la melcocha de fin de año debería provocar más diabéticos que todos los dulces y postres navideños juntos.
Pero seguramente lo que más le impactaría sería ver el ataque colectivo de amnesia que lleva a que esas dos terceras partes (o la proporción que sea) de la humanidad se olvidan bien pronto de sus propósitos, resoluciones y juramentos.
Cómo el vecino sigue tocando el claxon para que le abran la puerta, o tirando basura en la calle, o haciendo fiestas en lunes.
La manera en que políticos regresan raudos a la guerra sucia de la que abjuraron a la hora de comerse las uvas, los empresarios convocan primero a sus fiscalistas antes que a sus filántropos, los medios y los opinadores vuelven a la carga, ya sea con noticias que desagradan o con textos que, como éste, no saben bien a bien si ser divertidos o moralinos y terminan por no ser ni lo primero ni lo segundo.
A nuestro visitante no le quedaría más remedio que volver a su nave, o a su milenio, cabizbajo y desconcertado. Qué de misterios y enigmas encierra este planeta, qué de contradicciones y absurdos.
Y tal vez, en un rapto de generosidad, decidiría que la nuestra es una civilización tan avanzada y sofisticada que resiste a cualquier análisis o intento por encasillarla.
Que encierra, muy bien ocultos, tantos actos de generosidad y bondad como los de hipocresía y maldad, y que sólo así es posible que haya resistido tanto tiempo.
Y no estaría del todo equivocado. En el fondo, no tan oculto, algo hay que nos hace renovar energías y tener esperanzas de algo mejor. Y ese algo, queridos lectores, se llama esfuerzo y voluntad, en vez de retórica y voluntarismo.
En redes sociales deseé a quienes ahí me leen un año en el que todos nuestros actos, todas nuestras omisiones, reciban su justa recompensa.
A todos ustedes les deseo lo mismo, con mi agradecimiento por seguirme en estas páginas.