IMPULSO/ Christopher Domínguez Michael
Cuentos de Aira
Primera parte
Necesitado de una poética, César Aira la ha escrito al mismo tiempo que redacta sus cuentos y novelas. Casi cualquier intervención (como se dice ahora) suya en el terreno del ensayo (el género que permanece, según él, más fatalmente atado al procedimiento clásico capaz de armonizar el proceso con su resultado), toma la forma de una explicación no pedida al autor, que como ocurría con algunos poemas de Gerardo Deniz, lejos de banalizar, enriquece el texto, desorientando a un lector acaso muy cómodo en la supuesta oscuridad. Alguien esperando una película que no se proyecta. En su notable introducción de 1999 a Alejandra Pizarnik, transcripción de cuatro conferencias sobre la poeta argentina, Aira asume que, desde el surrealismo, el resultado de la obra literaria se absorbe en el proceso utilizado para consumarla. Por ello, la calidad —en términos tradicionales— pasó a segundo término y por ello, también, no pocas de las muchísimas novelas cortas firmadas por Aira son asumidamente “malas”, pueriles, incompletas, porque son experimentos y todo experimento, dice el autor de “El cerebro musical” (PRH, 2017), está condenado a fracasar. En “Un episodio en la vida del pintor viajero” (2000), uno de sus libros más celebrados, el heroico artista Rugendas no teme a las chapucerías (que históricamente, aunque el pintor no podía saberlo, preceden al impresionismo), pues éstas, como las de Aira o la de los surrealistas, sus santos patronos, son calculadas, como lo fue, paradójica, la escritura automática.
A diferencia de Paz, quien en una carta a Caillois acabó por condenar a Breton por haber confundido la poesía con la actividad poética, Aira (Coronel Pringles, 1949) piensa que sin esa confusión no hay vanguardia, aunque el narrador argentino observe cada “proceso” o procedimiento vanguardista, como irrepetible por naturaleza. Esa no-repetición caracteriza a cada novela o cuento de Aira. Estos últimos han sido reunidos en “El cerebro musical”, pero sólo reseñaré tres, transparentes en cuanto al método de Aira.
El primero se titula en “En el café” y pinta a una niña vivaracha, de “tres o cuatro años”, que corre entre las mesas de una cafetería, ante la complacencia de su madre, recogiendo una verdadera colección de papirolas, es decir, figuras manufacturadas con servilletas por los benevolentes parroquianos. Cada uno de sus obsequiosos y fugaces amigos le va dando a la niña una papirola aún más sofisticada que la anterior aunque el destino de esta producción en serie sea la casi inmediata destrucción de cada una en manos de la infanta, ante la sonrisa de los parroquianos, pues era la “intención” lo que contaba en el regalo “fugaz”.
El cuento muestra en el espejo, con alguna probabilidad, la obra toda de Aira. Papirolas inimitables y originales, que sueñan con autodestruirse muy poco después de ser creadas, artefactos inútiles y engañosamente perecederos para ser fieles a la ley de la conservación de la materia, porque —nada se destruye, todo se transforma— y así la niña se hace de un avioncito, una silueta de tutú, una gallina, un payasito en cuyo rostro quedaba impresa una mancha de lápiz labial a modo de rostro, una taza de café, un elaboradísimo barco, una figura tuerta que resulta ser Potemkin, “príncipe de Taurís, favorito de la emperatriz Catalina”, todo ello comentado, mientras narra, por el autor del cuento.