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El cambio social en el siglo XXI o la deconstrucción de los órdenes imaginarios dominantes.

IMPULSO/ Pedro Reyes

El éxito del Homo Sapiens frente a cualquier otra especie animal fue posible gracias a un largo proceso evolutivo que lo dotó de una capacidad cognitiva superlativa permitiendo el desarrollo de la técnica y la conceptualización y aplicación de redes de cooperación[1] altamente eficaces que favorecieron el surgimiento de sociedades humanas complejas. A partir de la Revolución agrícola, 10,000 años a. C., se produjo una serie de cambios en la producción en todas sus formas, que permitieron la construcción de sistemas complejos de organización social basados en la cooperación y que contribuyeron a la edificación de ciudades densamente pobladas, robustos imperios y redes comerciales sin precedentes. Si bien, la cooperación no puede explicar por sí sola el florecimiento de formas complejas de organización pues el gran problema que plantea es que depende, en esencia, de la voluntad de los individuos a cooperar. De tal suerte que, la cooperación humana a gran escala tuvo que ser acompañada necesariamente de la implementación de una división del trabajo jerárquica (entendida como el reparto de las actividades productivas) para asegurar su permanencia y funcionamiento eficiente.

No obstante, la jerarquización de las relaciones sociales desemboca siempre en la adopción de sistemas de opresión organizada, de explotación y de acentuación de las “diferencias” y crea fragmentaciones de clase entre individuos “privilegiados” e individuos “oprimidos”. ¿Cómo garantizar la estabilidad de estructuras sociales jerárquicas basadas en la represión y la exclusión? Las respuestas aportadas por las diferentes sociedades organizadas a lo largo de los milenios, se fundamentaron en la creación de órdenes imaginarios que resultaron ser los eslabones necesarios de cohesión social.

Los órdenes imaginarios son construcciones sociales, mitos, ficciones en las que todos los individuos de una sociedad creen y que se enraízan progresivamente en el inconsciente colectivo. A diferencia de las realidades objetivas (ej. La gravitación universal o la producción de entropía) que son inmutables y existen independientemente de la consciencia humana, los órdenes imaginarios son realidades intersubjetivas cuya validez depende de las creencias de un cierto grupo de individuos. A pesar de la ausencia de validez objetiva, estas ficciones se vuelven reales siempre y cuando la gente crea en ellas. Las Iglesias se fundamentan en mitos religiosos (divinidad, paraíso, infierno etc.), el Estado-nación se erige sobre mitos nacionales (raza, etnicidad, lengua, “cultura” comunes), los sistemas jurídicos fueron imaginados sobre la base de mitos legales (justicia, igualdad, libertad, derechos humanos etc.), el capitalismo se apoya en mitos universalistas que van más allá de la economía (progreso, civilización, democracia, modernidad, valor).

Yuval Noah Harari[2], historiador israelí, aborda el tema de los órdenes imaginarios de manera muy lúcida:

Contar historias eficaces no es fácil. La dificultad no reside en narrar la historia, pero en convencer a los otros de creer en ella. Una buena parte de la historia gira entorno a una cuestión: ¿cómo convencer a millones de personas de creer en historias particulares sobre dioses, naciones o sociedades anónimas de responsabilidad limitada? Cuando esto funciona, sin embargo, dota al Sapiens de un poder inmenso, porque permite a millones de desconocidos cooperar y trabajar juntos con objetivos comunes.

Tomemos como ejemplo la noción de contrato social desarrollada por Jean-Jacques Rousseau en el siglo XVIII, que es sin duda la base filosófica del Estado-nación moderno. Rousseau subraya que toda forma de organización social “justa” recae sobre el contrato social que garantiza la libertad y la igualdad de sus ciudadanos, los cuales son principios “universales” derivados del derecho natural desarrollado por su contemporáneo y colega Diderot. Mediante este pacto, cada ciudadano cede, renuncia incluso, a su libertad natural con el fin de adquirir una libertad contractual (civil) que será siempre encaminada al interés público.

De la misma manera que Rousseau en la Francia prerrevolucionaria, Hammurabi, rey de Babilonia y comandante en jefe del imperio más vasto y poderoso de la época (1776 a. C.) pensaba por una lado que el orden social se anclaba en principios universales de justicia estipulados por la divinidad y por el otro, que la aceptación de los individuos de su lugar en la división jerárquica permitiría la estabilidad y prosperidad de la sociedad, o dicho de otro modo, permitiría la cooperación eficaz de millones de personas.

Evocada como una noción universal y eterna ergo inmutable, se pueden observar claras diferencias conceptuales entre ambas posturas. Si para Hammurabi, la noción de justica se podía resumir entorno a la famosa máxima de “ojo por ojo”, para Rousseau la justicia conllevaba igualmente una sanción pero debía armonizarse con otros principios como la libertad o la igualdad universales, conceptos prácticamente desconocidos en la antigua Babilonia. Estas divergencias ponen en evidencia una cuestión primordial: los principios universales sobre los cuales las sociedades basan su complejidad, son órdenes imaginarios que pierden de facto su validez presuntamente objetiva, cuando se confrontan a otras formas de complejidad/jerarquía social en el espacio y el tiempo.

Esto explica porqué cada sociedad tenderá a considerar que sus órdenes imaginarios y por extensión, sus sistemas de jerarquización particulares, son justos. Mientras que, los sistemas ajenos son injustos, incluso aberrantes. Las sociedades occidentales contemporáneas consideran que la esclavitud, la segregación racial del siglo XX en Estados Unidos o el sistema de castas en India son absurdos y condenables. Pero no demuestran el mismo rechazo frente a la jerarquización contemporánea de clase que representa innegablemente un sistema de opresión organizada, basado sobre un orden imaginario igual de violento y opresivo: el capitalismo.

Nacido en la Europa del siglo XVI y extendido en el mundo entero a partir del siglo XIX, el capitalismo es a todas luces el sistema de organización social más complejo de la historia humana. Sobre la base de una división del trabajo cimentada en la separación entre la producción manual y la producción intelectual, el capitalismo construyó una jerarquía social opresiva cuyo hilo conductor es la acumulación ilimitada de capital. Este imperativo de acumulación sin fin generó la necesidad de moldear un sistema particular de órdenes imaginarios (consolidado alrededor del universalismo intelectual occidental bajo el estandarte del progreso y la modernidad) para sostener y legitimar tal jerarquía social de alienación.

El principio de acumulación ilimitada implica evidentemente la reducción del número de capitalistas potenciales. El capitalismo ha sido desde luego pragmático y ha retomado viejas fuentes de jerarquización extremadamente funcionales basadas en el racismo, el machismo y el nacionalismo para excluir a las mujeres, los grupos genéticos no-blancos y los pueblos de estados no occidentales de la distribución de los beneficios, concentrando de esta forma, la riqueza en manos de una minoría de individuos.

Las experiencias socialistas del siglo XX —los movimientos anti-sistémicos de referencia en la esfera académica contemporánea— concentraron sus esfuerzos exclusivamente en la lucha contra órdenes imaginarios de naturaleza económica. Olvidaron no obstante combatir otras formas de jerarquización como el patriarcado que es sin lugar a dudas, el sistema de opresión social más antiguo y estable de la historia humana. En definitiva, los regímenes comunistas más representativos del siglo pasado, sea el soviético, cubano o chino, comparten la particularidad de haber sido sociedades patriarcales y homofóbicas que reprodujeron in fine los mismos esquemas de opresión organizada[3] que otras formas de cooperación a gran escala como el capitalismo.

En el siglo XXI, me parece más claro que nunca que todo movimiento organizado cuyo objetivo sea el cambio sistémico debe ser ante todo, un combate profundo contra los órdenes imaginarios dominantes sobre la base de un cuestionamiento constante de lo que Foucault llamaba las meta-narrativas[4], es decir, las interpretaciones teóricas de larga escala cuya aplicación pretende ser universal. El cambio social debe ser inclusivo y complementario. Todo movimiento antirracista, feminista o ecológico, debe ser de igual forma anticapitalista y viceversa, por el simple hecho de que el capitalismo —el sistema de órdenes imaginarios más complejo de la historia— ha contribuido a la permanencia de formas antiguas de exclusión social (racismo, patriarcado) favoreciendo procedimientos de jerarquización arbitraria y alienadora. Pero también, ha transformado la ecología del planeta pues, basándose en un modo productivo no sustentable de extracción sistemática y de consumo excesivo de recursos, ha generado graves alteraciones medioambientales[5] cuya continuación supone un riesgo mayor a la seguridad humana.

En el curso de la historia hemos creado mitos que nos han permitido erigir sociedades complejas nunca antes vistas en la historia del planeta. Pese a que estas realidades intersubjetivas, la base psicológica e ideológica de nuestras sociedades actuales, han permitido el funcionamiento eficaz de redes de cooperación a gran escala, han contribuido asimismo al recrudecimiento de jerarquías sociales opresivas. Si fuimos capaces de concebirlas, somos también capaces de manipularlas y de-construirlas. Nuestra responsabilidad como individuos es luchar cada día, en nuestra cotidianeidad, contra todo discurso dominante y contra toda textualidad opresora. La tarea no es sencilla. Tanto nuestras personalidades como nuestros comportamientos colectivos responden, inconscientemente, a esas ficciones moldeadas a lo largo de los siglos, incluso milenios, que encuadran todo lo aceptable y aceptado. Modificar estos códigos tatuados en nuestra psicología social no será fácil y tardará años.

Pero, como diría un gran revolucionario: “¡seamos realistas, exijamos lo imposible!”.


[1] La cooperación debe entenderse como un mecanismo de colaboración entre varios individuos pertenecientes a un grupo particular. Como lo veremos más adelante, la cooperación no siempre es producto del altruismo pero puede ejercerse mediante la coerción.

[2] Para una discusión más profunda véase Y. N. Harari (2014). Sapiens. De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad. Madrid: Debate.

[3] Retomando el análisis de Max Weber, Michel Foucault, uno de los grandes filósofos del siglo XX, sostiene que la represión sociopolítica del régimen soviético es la consecuencia evidente de una postura transformadora, profundamente utopista, que reprodujo las mismas técnicas institucionales de opresión que el capitalismo.

[4] Foucault considera que existe una estrecha relación entre el conocimiento (vehiculado por un “discurso”) y el ejercicio del control social (poder). Solamente a través de un desafío sistemático de esta dicotomía saber-discurso, cristalizada alrededor de las meta-narrativas, podemos aspirar a una transformación progresista y no regresiva. Una explicación más vasta puede encontrarse en Foucault, M. (1969). La Arqueología del saber. Madrid: Siglo XXI.

[5] A lo largo de sus cinco siglos de vida, el modelo de producción capitalista ha generado toda una serie de alteraciones al planeta que se manifiestan en diversas formas: el cambio climático, la pérdida de la biodiversidad, la acidificación de los océanos, la alteración del ciclo biogeoquímico del nitrógeno, el cambio del uso de los suelos, la acumulación de aerosoles en la atmósfera, el ozono estratosférico, la contaminación química, entre otros. Si las hipótesis científicas son correctas, la humanidad ha empujado al planeta hacia una nueva era geológica: el Antropoceno. Un hito, en efecto, porque ninguna otra especie biológica en la historia de la Tierra había sido capaz de tal “hazaña”.

 

Maestro en Estudios estratégicos y políticas de defensa por la Escuela de Altos Estudios Internacionales y Políticos de París. Especialista en geopolítica y seguridad internacional.