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La seguridad en México: entre el discurso y la realidad

IMPULSO/
Héctor Chincoya

En días pasados se llevó a cabo la 42ª sesión ordinaria del Consejo Nacional de Seguridad Pública, órgano que representa simbólicamente el más alto órgano de definición de políticas en materia de seguridad pública en nuestro país. En efecto, el Consejo Nacional lleva a cabo importantes funciones de coordinación y homologación de políticas de seguridad pública, pero no es la instancia que define el eje rector de la política criminal en México. Ni el modelo militarizado que puso al Ejército a hacer funciones de seguridad pública; ni la reforma al Sistema de Justicia Penal; ni la propuesta de mando único policial; todas ellas entendidas como las más importantes políticas de Estado en materia de seguridad pública y política criminal, han emanado como propuestas del seno del Consejo Nacional.
En esta última sesión del Consejo Nacional los acuerdos tomados por el Consejo Nacional, la mayoría de ellos encaminados a fortalecer la implementación del Sistema de Justicia Penal y el mensaje del Presidente de la República, nos muestran cómo se pretende cerrar el sexenio en materia de seguridad: apostándolo a la misma fórmula que durante años hemos visto que ha fracasado: al Sistema de Justicia Penal y al apoyo de las Fuerzas Armadas y de las policías, es decir, a la mano dura. El problema es que, como se ha dicho hasta el hartazgo, si se buscan resultados distintos no se puede seguir haciendo lo mismo, porque los resultados seguirán siendo los mismos.
La estrategia para enfrentar el problema de la violencia y la inseguridad que lastima profundamente a la sociedad mexicana, no sólo exige fortalecer las instituciones que forman parte del Sistema de Justicia Penal (policías, ministerios públicos, jueces y cárceles); demanda atender las causas de la delincuencia desde sus raíces sociales, identificando los factores de riesgo que generan un ambiente familiar y social que provocan que un joven decida optar por el camino del delito. Identificar y diseñar políticas públicas que permitan erradicar los factores individuales, familiares, comunitarios o sociales que están en la base de comportamientos ilícitos o violentos, es una política que le apuesta más a la reconstrucción del tejido social por la vía de la prevención social de las violencias y la delincuencia.
Para ello, el punto de partida es saber qué factores de riesgo están incidiendo y en qué contextos: violencia familiar, desempleo, narcomenuedo, pobreza, circulación de armas; impunidad generada por policías, ministerios públicos o jueces corruptos; contubernio entre políticos y criminales, etcétera. A su vez, la complejidad y diversidad cultural de nuestro país requiere matices, ya que son múltiples los microcosmos que lo habitan. No podemos diseñar políticas públicas sobre una imagen uniforme de la criminalidad que tiende a soslayar los rasgos locales de los problemas. Debe haber en cada entidad federativa un análisis que identifique factores de riesgo específicos de cada entorno, con el fin de hacer más eficaces y focalizados los esfuerzos de prevención social que se deben de instrumentar a través de los gobiernos estatales y municipales.
La premisa principal es que para diferentes tipos de delincuencia, debe de haber diferentes estrategias de prevención. No se puede combatir a la delincuencia organizada, es decir, a delincuentes habituales, prolíficos y profesionales, sujetos con mentalidad criminal y proclividad hacia la violencia, con estrategias de mano suave; como no se puede combatir a aquella delincuencia convencional que emana de problemas estructurales y sociales, como la incapacidad del propio Estado de generar fuentes de empleo dignas.

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