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El divorcio del Consejo de Cooperación del Golfo

IMPULSO/ Pedro Reyes

Toluca

Desde los años 1950 el petróleo adquirió un papel central en la economía mundial. Su venta en los mercados internacionales fomentó la inserción de las economías del Golfo a los esquemas capitalistas de producción. Así, estados minúsculos como Qatar, ricos en energéticos, se convirtieron en elementos cruciales de la economía mundial.

El lunes 5 de junio, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Egipto sorprendieron al mundo al anunciar la ruptura de sus relaciones diplomáticas con Qatar. Acusado de incurrir en injerencias extranjeras y de apoyar el terrorismo islámico por sus lazos con Daesh (acrónimo en árabe de Estado Islámico), Al-Qaeda y los Hermanos Musulmanes, el pequeño pero ridículamente rico emirato qatarí, ha sido aislado por tres de sus “colegas” del Consejo de Cooperación de Golfo (CCG), organización regional fundada en 1981 que agrupa a las seis “petromonarquías” árabes del Golfo Pérsico.

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Aunque las acusaciones son ciertas, resulta irónico que el ultra reaccionario y retrógrado Reino de Arabia Saudita se atreva a dar lecciones de moral o de Derecho Internacional. No hay nadie más radical y extremista que Arabia Saudita, un país que vive bajo el “imperio de la sharia”, donde las violaciones a los Derechos Humanos son parte de la cotidianeidad, donde no hay garantías individuales y, donde la mujer es abiertamente considerada inferior en la jerarquía social. Pero además, cabe resaltar que Arabia Saudita es la cuna de la rama más radical del islam: el wahabismo. La dinastía Al-Saúd ha sido el principal patrocinador de esta interpretación literal del Corán, que representa a todas luces la esencia de su identidad nacional y que ha sido retomada como base ideológica por nada más y nada menos que Daesh. Al margen de ironías, uno de los tantos e-mails de Hillary Clinton durante su etapa como Secretaria de Estado publicados por orden judicial, ha demostrado lo que ya era un secreto a voces: tanto Doha como Riad han facilitado financiamiento clandestino y apoyo logístico al Estado Islámico. Esto lo recuerda Wikileaks en un tweet del 5 de junio de 2017.

El aislamiento diplomático decretado por las cuatro naciones árabes ha sido acompañado por un bloqueo económico que implica el cierre total de las fronteras terrestres entre Arabia Saudita y Qatar, así como la paralización de las redes de transporte comunes (aéreo, marítimo y terrestre). Situación extremadamente preocupante para Qatar, país desértico cuya producción agrícola es casi nula lo que lo hace absolutamente dependiente de las importaciones de alimentos provenientes de la zona fértil del Levante. Hasta hace poco, más del 90% de los sustentos atravesaban Arabia Saudita por tierra hasta llegar a Qatar. Esto explica el pánico en Doha horas después del anuncio del bloqueo: las multitudes se abalanzaron en los supermercados y mercados comunes para proveerse de comida.

El 26 de junio, la coalición “anti-Qatar” dio a conocer una pasmosa lista de trece condiciones que Qatar debe cumplir en el menor de los plazos para que se levante el bloqueo económico y diplomático. Se emplaza al emirato a terminar todo contacto con grupos terroristas, a cerrar el medio de comunicación Al Jazeera –elemento crucial de su geoestrategia–, a reducir sus relaciones diplomáticas y militares con Irán y Turquía, entre otras condiciones. Como bien apunta el diario Le Monde en un artículo publicado el mismo día, las exigencias son tan descomunales como irrealizables pues, en caso de cumplirse, implicarían la desaparición parcial de Qatar como Estado soberano.

El apoyo a grupos terroristas parece entonces ser un motivo insuficiente, o por lo menos contradictorio, para que Arabia Saudita ejerza semejante presión sobre el estado qatarí. No podemos entonces limitarnos a lo que Fernand Braudel llamaba la conjuncture (la coyuntura) para entender este nuevo conflicto diplomático. Una revisión histórica de la geopolítica del Medio Oriente resulta entonces necesaria.

Arabia Saudita y Qatar: los vecinos incómodos.

Desde la creación y consolidación de las monarquías del Golfo Pérsico, en el marco de los Acuerdos de Sykes-Picot al término de la Primera Guerra Mundial y de la disolución del Imperio Otomano, se ha observado una constante lucha por el liderazgo geopolítico de la Península Arábiga, una zona cuya importancia geoestratégica es superlativa en virtud de sus abundantes reservas y de su capacidad productiva en materia de recursos energéticos.

Desde los años 1950 el petróleo adquirió un papel central en la economía mundial. Su venta en los mercados internacionales fomentó la inserción de las economías del Golfo a los esquemas capitalistas de producción. Así, estados minúsculos como Qatar, ricos en energéticos, se convirtieron en elementos cruciales de la economía mundial.

Aunque Arabia Saudita ha sido siempre considerado la “hermano mayor” de las monarquías del Golfo gracias a sus claras ventajas materiales, Qatar ha ido adquiriendo, desde su nacimiento como Estado en 1971, un peso cada vez mayor en la esfera internacional. Y es que con el auspicio del capital petrolero y gasista y, mediante el Qatar Investment Authority (fondo soberano de inversiones de Qatar), el emirato ha desplegado una política de diversificación de inversiones en sectores tan opuestos, como el automovilístico, los medios de comunicación o el fútbol. Esto le ha permitido afianzarse como un importante actor económico presente prácticamente en cada rincón del planeta pero también desplegar una política exterior impetuosa y relativamente independiente del bloque sunita del Golfo Pérsico.

Aunque Riad y Doha son a priori aliados geopolíticos, sus ambiciones los han llevado a enemistarse en numerosas ocasiones. En 2012 y a la luz de la “Primavera Árabe”, las tensiones alcanzaron niveles sin precedentes como consecuencia del apoyo lanzado por Doha a los Hermanos Musulmanes —una organización sunita fundamentalista cuyos lazos con grupos terroristas como Al-Qaeda han sido ampliamente documentados— que desembocó en la toma del poder de los movimientos islamista de Mohamed Morsi en Egipto y de Rached Ghanouchi en Túnez.

En 2013, a posteriori del golpe de Estado en Egipto organizado por el Mariscal Al-Sisi y financiado por Arabia Saudita, los gobiernos de Riad, el Cairo y Abu Dabi acordaron unirse para combatir a los Hermanos Musulmanes bajo la bandera de la lucha antiterrorista. Aunque por ser sunitas, esta organización nunca representó un peligro real para la Casa de Saúd, la situación comenzó a cambiar en 2012 en el contexto de las revoluciones árabes del Norte de África. Considerados por muchos como un proyecto islamista democrático, los Hermanos Musulmanes se presentaron como la antítesis política del totalitarismo teológico saudita en la región pues mostraron a los islamistas radicales del mundo árabe que la toma del poder político era posible por la vía democrática.

A las ya de por sí marcadas diferencias entre Arabia Saudita y Qatar entorno a los Hermanos Musulmanes, hay que agregar el papel de otro factor fundamental: los antagonismos históricos entre el sunismo y el chiismo. En efecto, el principal eje geoestratégico de los sauditas en la región se ha articulado entorno a la neutralización de la influencia chiita en Medio Oriente, lo que hace de Irán, Siria y Líbano, sus enemigos “naturales”. A pesar de ser un estado de mayoría sunita, Qatar es el único Estado del Golfo que ha mantenido relaciones diplomáticas con la República Islámica de Irán, lo cual ha acentuado las tensiones geopolíticas con el gobierno de Riad. Además, se sabe que Doha y Teherán han apoyado continuamente las actividades insurgentes de grupos chiitas en el Reino de Arabia Saudita (provincia de Qatif) y Bahréin, así como los esfuerzos de los rebeldes Houthis proiranís en Yemen. Este último caso ha sido uno de los elementos que más chispas ha creado, considerando la cantidad exorbitante de recursos que Riad ha destinado a combatir la insurrección chiita en Yemen.

La búsqueda de beneficios, el deseo de autonomía frente a Arabia Saudita y las ambiciones del gobierno de Doha lo han llevado a acercarse sin tapujos a Rusia y China en un sector tan estratégico como lo es el energético. Esto fue más que evidente con el reciente acuerdo a tres vías entre el holding paraestatal ruso Rosneftegaz, el conglomerado suizo Glencore plc dedicado a la compraventa y producción de materias primas y alimentos y, el Qatar Investment Authority, para la venta de 19,5% de la paraestatal petrolera Rosneft al estado de Qatar.

Pero no sólo eso. En abril del presente año, el emirato inauguró el primer centro de operaciones compensación del Yuan chino en Medio Oriente. “El lanzamiento del primer centro de compensación de la región del renminbi [Yuan] en Doha, crea la plataforma necesaria para aprovechar todo el potencial de Qatar y de las relaciones comerciales de la región con China” reconoció el gobernador del banco central de Qatar Sheikh Abdullah bin Saud al-Thani.

Los centros de compensación son entidades financieras que facilitan las transacciones de divisas. Este nuevo centro basado en Doha permite que el comercio entre Qatar y China se realice directamente en yuanes, sin tener que pasar por el dólar estadounidense como medio de pago. Esto aplica evidentemente al sector energético, la base material de la fuerza geopolítica de Qatar. La República Popular China —el mayor importador del mundo de energía en todas sus formas—utiliza desde abril el Yuan para pagar sus importaciones provenientes de Qatar —el mayor exportador de mundo de gas licuado—lo que representa en definitiva otro golpe importante a la hegemonía del dólar como divisa de pago en las transacciones de hidrocarburos.

Entender la importancia del dólar estadounidense como medio de pago en los intercambios de energéticos a nivel mundial, es crucial para comprender la tensión actual en la península Arábiga y el papel del Consejo de Cooperación del Golfo en esta trama geopolítica. Aspectos que se analizarán a continuación.

El Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) y los petrodólares.

Aprovechando la gira del presidente Trump por Medio Oriente, los miembros del CCG (Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Qatar, Omán y Kuwait) y la diplomacia estadounidense, convocaron el 21 de mayo pasado una cumbre extraordinaria para “reafirmar la alianza estratégica entre ambas partes”. Estos lazos estratégicos no son nuevos. Para entenderlos hay que remontarse a la década de 1970.

En el contexto de la crisis petrolera de 1973 y del abandono de los acuerdos de Bretton Woods con el fin de la paridad oro/dólar dictada por el presidente Richard Nixon en 1974, Estados Unidos puso en marcha un complejo engranaje financiero conocido como “el muro de los petrodólares”. Desde aquel año, el Departamento del Tesoro estadounidense y el gobierno de Riad concluyeron varios acuerdos secretos (ahora desclasificados gracias a la Freedom of Information Act) en el cual Arabia Saudita (el mayor productor de petróleo del mundo) se comprometía, por un lado, a comercializar su petróleo exclusivamente en dólares estadounidenses y, por otro, a asegurar el flujo de las rentas provenientes de sus exportaciones de crudo al mercado financiero de Estados Unidos por medio de la compra de bonos del tesoro estadounidense o depositando los petrodólares en bancos comerciales de aquel país. Estados Unidos, por su parte, ofrecería apoyo militar y diplomático incondicional a la Casa de Saúd.

En aquella década, este sistema financiero se reprodujo en todas la petromonarquías del Golfo, aumentando exponencialmente la demanda mundial de dólares a pesar de ya no estar respaldado por el oro. En efecto, la Reserva Federal norteamericana pudo (y puede) imprimir a discreción dólares inundando de liquidez el sistema financiero global y tener la que certeza de que mientras el petróleo, el commodity más importante del mundo, se comercialice en dólares en los mercados internacionales, todos los países importadores están obligados a tener esta divisa en sus reservas.

Al no estar respaldados por una base material, ¡los dólares se han devaluado alrededor de 5000% frente al oro en los últimos 40 años! La mayoría de los bancos centrales del mundo tienen en sus reservas bonos del Tesoro estadounidense y otros productos financieros de Estados Unidos lo que le permite gastar más de lo que ingresa y no preocuparse (ni interesarse) por equilibrar su balanza de pagos ni su déficit presupuestario, situación que constriñe a la mayoría de los estados del mundo. Sus déficits fiscales son tan grandes que han generado una deuda monumental de más de 100% de su PIB, que es solapada irónicamente por todas las economías del mundo. Estados Unidos vive de su deuda y mientras el petróleo y la mayoría de los commodities estratégicos se sigan vendiendo en dólares en los mercados internacionales, la situación no cambiará a corto plazo.

En definitiva, mantener en vida los petrodólares, la base manifiesta de la fuerza geopolítica de Estados Unidos, es un imperativo de seguridad nacional para Washington. De tal suerte que cuando en 1979 Arabia Saudita amenazó con abandonar la convertibilidad petróleo/dólar, el presidente Jimmy Carter reaccionó inmediatamente adoptando una política de militarización de la Península Arábiga que condujo a la creación del Consejo de Cooperación del Golfo en 1981. “Toda tentativa de una fuerza exterior de controlar el Golfo Pérsico será vista como un asalto a los intereses de Estados Unidos […] y será repelida por cualquier medio necesario incluido la fuerza” dixit Carter en 1980.

El Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) es en esencia el núcleo petrolero de Medio Oriente, aportando 30% de las reservas probadas de crudo a nivel mundial. Amén de la estrecha relación financiera evocada en líneas pasadas, la “doctrina Carter” representó un punto de inflexión pues modificó para siempre la dinámica de competencia geopolítica de la Península Arábiga. Con los años, el CCG se convirtió en una extensión operacional de Estados Unidos en el Golfo, fundamental para sus intervenciones en Irak (1991 y 2003), para la invasión de Afganistán en 2001, para el despliegue geoestratégico en Eurasia y, para el confinamiento de Irán, Siria y Líbano, los tres grandes (y últimos) bastiones chiitas del mundo árabe.

Durante los últimos 40 años, la Casa de Saúd ha sido sin duda un de los aliados más preciados de Washington. No sólo por su papel en el mantenimiento del sistema de petrodólares sino también por la capacidad estabilizadora que tuvo (y que comienza a mostrar signos de debilidad) frente a las petromonarquías “hermanas”. Los vínculos entre ambos países es estrecho y parece que así lo seguirá siendo en el futuro próximo como lo demuestra el reciente acuerdo armamentístico del pasado 20 de mayo cuyo monto asciende a 350 mil billones de dólares: el mayor acuerdo militar de la historia de Estados Unidos.

Pero Qatar no es un aliado menor. Se ha convertido de facto en una extensión del pentágono en el Golfo a través del U.S. Central Command. Creado en 1983 y con base en Doha, el comando es responsable de las operaciones militares en el « Arco de inestabilidad », expresión acuñada durante la administración de George W. Bush para designar a la zona que ocupa al menos 25 países y se extiende del Océano Índico, a través del Golfo Pérsico y hasta el Mar Rojo.

Perspectivas

En suma, resulta difícil creer que la ruptura diplomática entre las potencias de Oriente Próximo y Qatar —que ya tuvo un precedente en 2014— se enmarque en la lucha contra el terrorismo. Este viraje geopolítico tiene por tanto cuatro intenciones claras: 1) Contrarrestar la creciente influencia económica de Qatar en la región, 2) Neutralizar a los Hermanos Musulmanes en su intento por difundir la “democracia islamista”, 3) Profundizar el aislamiento de Irán, Siria y Líbano, los últimos bastiones chiitas de la región y 4) Dar un ultimátum a Qatar en el contexto de su acercamiento con Rusia y China en el sector energético.

La exclusión del emirato qatarí del primer plano política del mundo árabe constituye ciertamente un duro revés para el proyecto de una “OTAN árabe” que actúe bajo la tutela del CCG. Pero además, demuestra que la región está alcanzando niveles de tensión que no se veían desde finales de los sesenta como consecuencia de la incapacidad de Estados Unidos de controlar a sus pivotes geopolíticos y “poner orden” frente a cualquier crisis. Medio Oriente es un polvorín. La guerra civil en Siria y Yemen, la aparición de Daesh, la perpetua guerra entre Israel y Palestina, el recrudecimiento de los antagonismos entre chiitas y sunitas y ahora, la crisis diplomática entre los propios aliados de Estados Unidos ponen de manifiesto el debilitamiento de su “músculo” geopolítico en la región.

¿La alianzas de antaño se romperán? Países como Rusia o China acechan metódicamente y no dudarán en aprovechar la oportunidad de debilitar a Estados Unidos en una de sus zonas “naturales de influencia”. Al tiempo que los viejos aliados no dudarán en probar nuevos horizontes como ya quedó patente con el acercamiento entre Doha, Moscú y Beijing en el sector energético.

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Maestro en Estudios estratégicos y políticas de defensa por la Escuela de Altos Estudios Internacionales y Políticos de París. Especialista en geopolítica y seguridad internacional.